La cuestión referente a la relación entre la venida de Cristo y nuestro tiempo se refleja en el problema sobre los signos del final; es una pregunta que se está dando siempre de una manera nueva en la cristiandad desde los tiempos de los primeros discípulos de Jesús, partiendo de las cuestiones análogas que se planteaban en la apocalíptica judía. En una primera lectura del Nuevo Testamento tiene que sacarse la impresión de que se contraponen dos posiciones distintas.
Por una parte está el rechazo enérgico de la cuestión sobre los signos: el retorno de Cristo es incompatible con el tiempo de la historia, con las leyes que obedece su propio curso como tal, así que esa venida jamás se podrá conjeturar de la forma que sea a partir de la historia misma. Así que en la historia misma no se puede datar su parusía. Respecto de la cuestión de los “signos” y la referente a cualquier intento de descripción de la venida de Cristo la única respuesta puede consistir, pues, en rechazar la pregunta, sustituyéndolo por esta llamada: “Lo que a vosotros estoy diciendo, a todos se lo digo: velad”(Mc 13,37) El modo que el hombre tiene de corresponder a la relación especial del Resucitado con el tiempo de este mundo no es hacer filosofía o teología de la historia , sino “estar alerta
Pero, por otra parte, parece que a esto se contrapone una corriente tradicional bastante fuerte, que indudablemente habla de signos que denotan el retorno de Cristo. Únicamente el misterio humano y divino de Jesucristo, tal y como lo definió el Concilio de Macedonia, es el que permite entender la íntima unidad de ambas líneas y la razón específica de cada una de ellas: en Jesucristo obra Dios como Dios de un modo inmediatamente divino y en él actúa Dios como hombre en una medición histórica.
Lo que se quiere decir es que Cristo es la plenitud de todo lo real, plenitud incompatible con el curso temporal del mundo y la historia, representado, con todo, igualmente el final cronológico de ese tiempo. Así que su venida es, al mismo tiempo, la exclusiva acción de Dios para lo que no hay correspondencias históricas y a la que no puede alcanzar ninguna periodización de la historia. Pero esa venida representa también la liberación del hombre, que no se da gracias al hombre pero tampoco sin su propia contribución, por lo que ciertamente no se puede calcular la llegad de esa liberación, aunque permite ver signos de ella.
En el discurso escatológico de Marcos 13 aparecen como señales precursoras de la cercanía del fin la aparición de pseudomesías, guerras por todo el mundo, terremotos y hambre, persecución de cristianos, la “abominación de la desolación” en el lugar santo.
En los demás escritos del Nuevo Testamento se encuentran más concretizados algunos de estos signos. Se destaca, por ejemplo ante todo, la figura del anticristo, en primer lugar sin que se emplee todavía el término en 2Tes 2,3-10. La misma tendencia adquiere mayor fuerza en 1Jn 2,18-22 y 2Jn 7 donde aparece el término anticristo. En ambos textos se califica del anticristo a los actuales herejes cristológicos de los que se saca la consecuencia de que esta es la última hora, que precisamente por eso pierde su contenido cronológico, convirtiéndose en expresión de una determinada interpretación espiritual, de una concreta proximidad interna respecto del fin.
El retorno de Cristo
Solo por medio de imágenes se puede describir en su propia esencia la llegada del Señor. En orden a esa presentación, el Nuevo Testamento tomó el material al respecto de lo que el Antiguo Testamento dice sobre el día de Yahvé, resulta, pues, claro, que el día de Yahvé es, en concreto, el día de Jesucristo. Pero también la liturgia veterotestamentaria habla y piensa cósmicamente. Por ejemplo, el “clamor”, uno de los términos clave de toda descripción escatológica (Mt 25,1 ss) …los elementos del mundo (Gal 4,3. 9; Col 2,8.20), referidos a la actual situación de los cristianos; escatológicamente (Mt 24,29-31; 2Pe 3,10, etc.)
El juicio
Lo mismo que ocurre con el retorno de Cristo, así escapa también el juicio a nuestros intentos por imaginárnoslo. El núcleo de lo que con esto se quiere decir, se descubre, ante todo, cuando preguntamos quien es para la biblia el sujeto de juicio. A primera vista la respuesta no parece que sea única. Como juez se menciona en primer lugar, a Dios (2Tes 1, 5; 1Cor 5, 13; Rom 2, 3 ss; 3, 6; 4, 10; cf. También Mt 25, 31-46; 7, 22s; 3, 36-43; Lc 3, 25-27; 1Tes 4,6; 1Cor 4,4s: 11, 32; 2Cor 5,10); finalmente en Mt 19, 28 se les dice a los doce que, la “regeneración”, ellos se sentarán, sobre doce tronos y juzgarán a las doce tribus de Israel.
En Juan el juicio se ha trasladado al presente de esta vida, de esta historia nuestra; ese juicio tiene lugar ya en la decisión que se toma por la fe o por la incredulidad (Jn 3,17s; 9, 3 9; 2, 47s). Esto no quiere decir que se suprima, sin más el juicio final, pero sí que se le dé una nueva relación con la cristología. De Cristo se dice: “Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por su medio” (Jn 3, 17) … “no he venido a condenar al mundo sino a salvarlo” (Jn 12, 47). “El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene ya quien lo condene: la palabra que yo he anunciado, ésa lo condenará en el último día” (Jn 12, 48). La distinción que se hace entre la actividad propia de Cristo y el efecto de su palabra permite aquí una purificación definitiva de la cristología y el concepto de Dios. Cristo no condena a nadie, Él es pura salvación y quien se encuentre en Él se haya en el lugar de la liberación y la salvación. La perdición no la impone Cristo, sino que se da donde el hombre se ha quedado lejos de Él; la perdición se da en la permanencia en lo propio. La palabra de Cristo, como oferta de salvación, pondrá de manifiesto que fue el condenado el que puso la frontera y se separó de la salvación.
Con su muerte el hombre sale a la realidad y verdad manifiestas. Toma posesión del lugar que de verdad le corresponde. Ha pasado la máscara de la vida; ya no hay lugar para esconderse tras posturas y ficciones. El hombre es en verdad lo que es. El juicio consiste en l caída de las máscaras que implica la muerte. El juicio es sencillamente la verdad misma, su revelación. Esta verdad por supuesto que no es algo neutro. Dios es la verdad, la verdad es Dios, es “persona”. Una verdad juzgadora, definitiva, solo puede darse si tiene carácter divino. Dios es juez en la medida que es la verdad misma. Pero Dios es la verdad para el hombre en lo que se ha hecho hombre, en quien Él mismo es la medida del hombre. Así que Dios es la medida de la verdad en y por Cristo.
Actividad:
· Lea los numerales desde el 1846 al 1851 del Catecismo de la Iglesia Católica y haga una breve síntesis.
· Explique brevemente en que consiste el juicio final.
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